"El doctor Saul Asher."
Durante aquella noche que pasé en Goslar me sucedió una cosa realmente extraordinaria. Incluso en este momento no puedo pensar en ella sin sentir verdadero espanto.
¿Qué es el miedo? ¿Procede de la mente o del sentimiento?
A menudo discutía yo sobre este tema con el doctor Saúl Ascher cuando me encontraba con él en Berlín, en el Café Royal, donde acostumbraba a ir a comer.
El doctor Ascher siempre sostenía que sólo nos espantamos de una cosa cuando nuestra inteligencia ha decidido que es espantosa.
Mientras yo comía y bebía, el doctor Ascher se esforzaba incansablemente en demostrarme la primacía absoluta de la mente.
Cuando terminaba su disertación, tenía la costumbre de consultar su reloj y concluir con estas sempiternas palabras: “¡ La mente es el principio más elevado ¡”.
¡ La mente ¡ Cada vez que oigo ahora esa palabra me parece ver al doctor Saúl Ascher, con sus piernas abstractas, su trascendente levita gris, su rostro severo y frío como si hubiera sido arrancado de una obra pictórica de estilo geométrico.
Este hombre, un cincuentón rayando ya la sesentena, era la rectitud personificada.
En su lucha por las tendencias positivas, este pobre hombre había desterrado todo lo que había de bello y dulce en la vida; los rayos de sol, las creencias y las flores. No le quedaba otra cosa que la tumba fría y positiva.
Siempre hablaba con cierta malicia, muy característica de él, del Apolo de Belvédere y del cristianismo. En cuanto a este último, llegó incluso a escribir un libro para demostrar su inanidad y su ilogismo. Era autor de un buen número de obras, en las cuales había elogiado incesantemente la excelencia de la mente, y lo había hecho con tanta convicción que no se podía menos que alabar su meritoria labor.
Pero lo más divertido de su carácter era verle adoptar una expresión grave y cómica cuando se encontraba con un problema que no comprendía.
Un día que fui a hacerle una visita, su criado me dijo:
-Caballero, el doctor acaba de morir.
A decir verdad, aquello no me produjo más efecto que si el criado me hubiese dicho:
-Caballero, el doctor ha ido a darse un paseo...
Pero regresamos a Goslar.
“El principio más elevado es el espíritu”, me dije una noche al meterme en la cama, con la intención de autoconvencerme y así poder dormir tranquilamente. Pero ello no me sirvió de nada.
Bueno, tengo que aclarar al lector que acababa de leer los Cuentos alemanes, de Varnhagen von Enses, libro que me había transportado a la ciudad de Klausthal. Se trataba de una historia espantosa, horrible, en la que un hijo, que proyectaba asesinar a su propio padre, vio al sonar las doce campanadas de la medianoche, aparecer ante él el fantasma amenazador de su difunta madre.
Dicha historia estaba tan bien relatada, tan hábilmente descrita, que mientras la leía un escalofrío de terror me había hecho estremecer.
Frecuentemente he observado que los relatos de fantasmas producen un efecto más impresionante cuando se leen en estado de viaje, y sobretodo por la noche, en una ciudad, una casa y una habitación que nos son completamente desconocidas.
¡ Cuántas cosas horribles habrán ocurrido en aquel mismo lugar en que ahora descansamos ¡
La luna bañaba mi habitación con una claridad equívoca, y en las paredes se movían unas sombras hostiles, cuando me incorporé para ver mejor. Entonces vi...
No hay nada más siniestro que ver, por mera casualidad, al claro de luna, nuestra propia imagen reflejada en un espejo.
En aquel mismo momento, una campana dobló en la lontananza de un modo tan lúgubre y tan lento que, al sonar la última campanada de medianoche, me pareció que doce horas enteras acababan de pasar y que otras nuevas doce campanadas iban a retumbar en aquella oscura noche.
Entre la undécima y la duodécima campanada, en el fondo de una casa, un reloj de pared se puso a sonar, pero con tal velocidad y con un tono tan agudo y agrio que se podía suponer que estaba irritado por la lentitud de su pesado colega.
Cuando estas dos voces de hierro se hubieron callado, y un silencio de muerte volvió a reinar en la casa, me pareció oír de repente, en el pasillo que conducía a mi habitación, un ruido de pasos furtivos e inciertos semejantes a los de un anciano.
Finalmente, mi puerta se abrió y el difunto doctor Saul Ascher penetró en mi habitación.
Un escalofrío sacudió mi cuerpo; comencé a temblar como una hoja agitada por el viento, sin atreverme a levantar mis ojos hacia el fantasma. Prácticamente no había cambiado, lo veía como antaño, con su trascendente levita gris; también alcancé a distinguir sus piernas abstractas y su geométrico rostro. Su piel parecía amarillenta, pero consideré probablemente que la brillante luna la hiciese aparecer así. En cuando a sus ojos, tuve la impresión que eran más agudos, más penetrantes. Con el paso algo vacilante y apoyándose en un delgado bastón de junco de España, se acercó a mí y me dijo muy cortésmente:
-No se espante ni piense que soy un fantasma. Si me considera un aparecido, puede estar seguro que no es más que una jugarreta de su fantasía. Después de todo, ¿qué es un fantasma? Vamos, déme una definición. Demuéstreme, por deducción o inducción, la posibilidad de un espectro. ¿En qué relación se encuentran una aparición semejante y el espíritu? Digo espíritu y nada más que espíritu.
Y a continuación el fantasma se enfrascó en un análisis del espíritu, citó la Crítica de la razón pura, de Kant, segunda parte, tomo segundo, capítulo tercero, amontonó los silogismos y acabó con la conclusión lógica de que él no era un aparecido.
Durante este tiempo, un sudor frío bañaba mi espalda, mis dientes castañeaban como dos castañuelas, mientras aprobaba vivamente, temblando como una hoja, todos los dichos de aquel fantasma que negaba la existencia de los fantasmas.
Finalmente, con un gesto habitual, introdujo la mano en su bolsillo para sacar el reloj.
En su lugar sacó un puñado de bullentes gusanos. Al darse cuenta de su error, los volvió a introducir en su bolsillo con ansiosa prisa, mientras se volvía a repertir:
“El espíritu es el principio...”
Un reloj dio la una de la madrugada y el fantasma desapareció.
Heinrich Heine
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